La cita
Roberto creyó haber discado bien, pero salió un número equivocado. Y allí empezó todo.
Aquella voz que amablemente le dijo: «Equivocado, señor», una voz sin rostro, anónima hasta la exasperación, puro sonido, le trajo misteriosas sensaciones. Y trató de seguir la conversación.
-Disculpe, señorita. No quise molestar. Creo haber discado bien...
-Suele suceder, señor -replicaba la voz.
-La línea suele estar recargada a esta hora...
-Bueno, razón para que no se culpe, señor -detrás de la voz amable, Roberto adivinaba un atisbo de sonrisa buena, paciente, femenina.
Y del tema de la línea recargada pasaron a otros, con cautela, probándose, como dos desconocidos, hombre y mujer, que van a salir a bailar su primera pieza, y los pies no se acomodan al ritmo que surge y vibra en la orquesta.
A los 20 minutos Roberto ya había declarado que era soltero (cierto), que tenía 32 años (mentira, tenía 38) y había averiguado que ella tenía 25 años (?), que era morena, y también soltera.
A la media hora...
-Sería para mí tanta satisfacción conocerla...
-¿Después del primer llamado...? Oh...
-Es que... se vive hoy tan de prisa...
-Sí. Pero qué pensará de mí...
-...que es una chica moderna...
Y consiguió la cita.
-Estaré allí a las cinco. Llevaré un traje ambo, pantalones grises y saco obscuro... y ah... corbata verde.
-Lo reconoceré, Roberto (ya se habían intercambiado los nombres). Yo llevaré minifalda azul a motitas blancas. Y botitas blancas.
Fijaron la concurrida esquina céntrica, la hora, y se despidieron. Ya al colgar, Roberto se dio cuenta que no había preguntado con qué número estaba hablando.
Cuando colgó el tubo telefónico, Roberto sintió una sensación de alegría. Solterón, un poco triste y gastado, prisionero de su solitaria vida de pensión familiar, muchas veces había soñado con una compañía permanente, una casita suya y una mujer, también suya.
Aquella voz, un poco arrastrada pero suave, a la manera de un sonoro dulce de leche, había creado en su mente una imagen de mujer sencilla, sensata, complaciente, hacendosa, de manos hábiles para coser primorosas cortinas para las ventanas y para podar los rosales del jardín... Y esperó con impaciencia la cita.
Perla, cuando colgó el tubo, sintió una cálida sensación de alegría. Todavía era joven, pero la vida no le había tratado bien.
Roberto, el de la llamada equivocada, le gustó. Ya no andaba detrás de príncipes azules, sino de un marido bueno, de grandes pies bien posados en tierra, que viviera en soledad para apreciar mejor la compañía, y que tuviera gustos sencillos, como una casita propia, con un jardín y muchas cortinas vaporosas en las ventanas...
A ese hombre ella le podía ofrecer aún mucho. Se sabía bastante linda, sensata, complaciente, hacendosa, y loca por tener un hogar donde dedicarse a los quehaceres domésticos...
Pero a la vera de las ilusiones, siempre camina la duda, como una sombra pegajosa y molesta. Y Roberto se decía:
-¿Y si fuera un loro la Perla esa...? ¿Una solterona anteojuda y flaca...? Al final de cuentas, la voz no es todo...
Por su parte, Perla también razonaba cautamente:
-¿Y si no fuera más que un don Juan...? ¿Algún vejete aventurero y con compromisos...?
Nunca se encontraron. Para verla primero, Roberto llevó un traje azul con corbata gris.
Pero Perla también pensó lo mismo. No llevó la minifalda a motitas, sino traje sastre color salmón.
Hoy, de vez en cuando, en la soledad de su cuarto de pensión, Roberto trata de memorizar un número telefónico. Y Perla se sobresalta cada vez que suena el teléfono, esperando que sea una llamada equivocada.
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